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Encuentros Indomesticables

Falta casi media hora para la cita y ya siento los inconfundibles efectos de la adrenalina.

En tantos años que llevo de terapeuta, ningún paciente había representado un riesgo para mi ética profesional y mucho menos para mi salud mental. Pero lo que ahora sé, de los celos enfermizos que su marido tiene de ella, de la excesiva vigilancia que realiza como consecuencia y de las barbaridades que él -que tiene bajo su cargo a toda la policía del estado- les ha hecho a sus enemigos, son –cada una– razón suficiente para perturbarme como psiquiatra, para indignarme como ciudadano y para sentir mi vida en riesgo. Pero nada de eso atenúa la enorme influencia que ella ejerce sobre mí.

Aunque es una mujer atractiva, no es su belleza la que me cautiva, sino su capacidad de hurgar mis pensamientos, de alborotar mis emociones y de encender mis sentidos. Tratar de encontrar una explicación, me hace pensar más en la hechicería que en cualquier teoría que yo haya estudiado o en cualquier caso que yo haya tratado.

Tiene una mente tan brillante que me tiene fascinado. Su elocuencia es maravillosa, su ingeniosa espontaneidad es un deleite y su sentido del humor es extraordinario. Todos son atributos que siempre me han atraído, pero además sus ojos son sumamente expresivos y hablan con una soltura asombrosa.

Sí esos fueran sus atributos más cautivadores, yo podría soportar sus encantos y mantenerme ecuánime, como lo he hecho tantas veces desde que conocí a mi amada, hace décadas. Pero además su olor es como una droga que embriaga mi mente, desata mis locuras y acelera mi ritmo cardíaco.

Ella es incontenible, exuberante, como una selva tropical en primavera. Es vida que sale a borbotones por sus poros, por su risa contagiosa y por su voz ronquita. Es pasión que sale por sus pupilas que se dilatan, que deleitan y delatan y por sus labios que te regalan sin tapujos lo que piensa y lo que siente. Su presencia es terriblemente deslumbrante.

¿Cómo puede estar con un hombre como su marido? Quizá ella lo hizo así, porque tenerla así de maravillosa y luego sentir que la pierdes, ha de ser mucho muy angustiante.

La primera impresión que ella me dio, fue que esa sería la única vez que la vería. Eso hizo que yo me concentrara en estudiar –y disfrutar– cada mirada, cada risa, cada broma, cada fragancia, etc. Obvio que quedaron profundamente grabadas en mi mente y corazón…

El nivel de atención que le he brindado, le da una exquisita intensidad a nuestros momentos juntos, pero ahora me está cobrando una factura exorbitante.

Faltan 15 minutos para que llegue y ya me siento como si estuviera por subirme a la montaña rusa: Una mezcla de emoción y miedo; sabiendo que voy a querer gritar y llorar, que seré sacudido, que mis tripas se saldrán de su lugar; que sentiré el vértigo de la velocidad y las alturas; y de que estoy renunciando al control de mi vida e invitando a la locura a tomarlo. ¿Ella se cura y yo enloquezco? Qué ironía.

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Son cuarto para las seis y ya me están temblando las piernas. No me explico como a estas alturas de mi vida, un psiquiatra pueda enloquecerme. “¿No se supone que él debería hacer lo contrario?” dije en voz alta mientras maniobraba para estacionarme. La risa nerviosa no se hizo esperar. Me di una última revisada en el espejo retrovisor y me sorprendió la cara de pícara que traigo. “Esto se está saliendo de control, más vale que te calmes, güey…” agregué enérgica mientras me retocaba los labios con un rojo quemado.

Recuerdo la primera vez que lo vi. Yo venía muy molesta a terapia, renuente a ver a un “loquero” –obligada por penosas circunstancias que yo ni siquiera recordaba. En cuanto él me volteó a ver a los ojos, descargué toda mi furia inmadura y déspota en los suyos. Su mirada era tan inocente, tan serena y tan transparente que me desarmó de inmediato.

Su saludo de mano fue un evento glorioso: envolvió mi mano adolescente con las suyas, firme y cálidamente, y las mantuvo así mientras me daba la bienvenida, me regalaba una sonrisa devastadora y me invitaba a tomar asiento, todo mirándome a los ojos... Para cuando aterricé en el sillón, él ya me tenía ganada. Nadie me había calmado, transformado –y conquistado- así, instantáneamente. Su energía es sumamente positiva, varonil, vigorosa y gratificante. Siempre ha sido agradable para mí estar cerca de él.

Ahora ya soy una exitosa mujer de negocios y trato con todo tipo de personas. Sé lidiar con los hombres, sean patanes, caballeros, tímidos, dominantes, arrogantes, sencillos, coquetos –casi todos lo son, etc. Sé escoger y medir mis palabras. Digo lo suficiente para obtener lo que quiero y nada más. Sin embargo, aquella vez, él no tuvo que preguntar nada para desencadenar una catarsis de cosas que ni siquiera yo había pensado antes.

Todo empezó cuando él me corrigió diciendo: “Lo opuesto a la adicción no es la sobriedad, sino la conexión.” Lo dijo con tanto énfasis y cuando ya tenía toda mi atención, que el concepto originó una revolución en mi mente. Rompió paradigmas y me hizo ver, desde una perspectiva muy distinta, el problema que me llevó a verlo. Mis pensamientos se fueron simultáneamente en varias direcciones y para cuando reaccioné, ya llevaba media hora contándole todo tipo de intimidades, indiscreciones y secretos al pobre hombre. Me detuve en seco… El pobre estaba más sorprendido que yo. En su semblante pude ver el gran alivio que le brindó mi súbito retorno a la realidad.

Agradecidos con el silencio repentino, nos observamos con mucho detenimiento. En el túnel que se formó entre nuestras miradas, las almas se asomaron a verse. Fue entonces cuando se reconocieron y bailaron jubilosas por primera vez.

‘Lo fascinante de hablar con los ojos es que no hay ningún error gramatical. Las miradas son frases perfectas’ dije para mis adentros, sintiendo una paz que hacía mucho no disfrutaba. ‘Qué tipo más increíble,’ pensé en ese momento. Irónicamente, ahora soy una adicta a la conexión con él.

Regresé mi mente al presente y bajé del auto. Caminé nerviosa y con fuego en el estómago hasta el ascensor y al llegar al 14º piso, me anuncié con la recepcionista, me senté y me puse a checar mis mensajes en el celular, en lo que iniciaba mi hora de terapia.

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En cuanto la vi entrar, supe que estaba perdido. Una sonrisa incontrolable se posesionó de mi cara y un efecto efervescente se expandió desde mi centro hacia todo mi cuerpo, hasta que cada célula degustó una burbujita con sabor a ella y suspiró como consecuencia.

Como si no bastara con el inclemente efecto de su personalidad, la muy desgraciada me hizo temblar con su apariencia: sutilmente maquillada, con tacones altos que la hacen ver majestuosa, con un vestido corto, colorido y sin tirantes que deja ver la mitad de sus muslos, los hombros exquisitamente decorados con pecas, más buena parte de sus negras intenciones… Además, rompiendo las reglas, me besó la mejilla. Su beso causó una sensación electrizante y me puso piel de gallina. “La piel es de quien la eriza” recordé. El escritorio tuvo la bondad de ocultar la mitad de ella, pero la mecha ya estaba encendida…

‘Esa ropa me asusta, ¡quítesela!’ me oí bromear para mis adentros, mientras me esforzaba por apagar una risa nerviosa, detener las vueltas de mi cabeza y poner cara de profesional.

Mientas ella me platicaba algo muy grave que le daba motivo para verme profundamente a los ojos, caí en la cuenta de que su magia consiste en la intensidad con la que ella existe. Y el secreto de dicha intensidad es concentrar toda su fuerza, toda su presencia y toda su atención en el instante que está viviendo. Ella no se distrae con recuerdos, nostalgias o preocupaciones. Tampoco comparte la atención que le brinda a su interlocutor, ni con el entorno, ni con su teléfono, ni con nada –como hacemos la mayoría. Esa cualidad se traduce en una potencia deliciosamente arrolladora. Cuando ella está contigo es totalmente tuya y tú eres total e irremediablemente suyo…

Es como un tigre, que canaliza todo su vigor, instinto y astucia en atrapar su víctima. Ésta, indefensa, ve la autoridad y la certeza en los ojos felinos e intuye que será su cena…

Vino a mi mente el concepto de “La mujer salvaje,” el estado ideal de la mujer, el despliegue máximo de sus capacidades, talentos, emociones, instintos, intuición, inteligencia, sabiduría, fuerza, etc. así como el de su pasión. Una mujer plena y sin limitaciones impuestas por la sociedad machista o por entornos violentos o gente insegura; sin frenos autoimpuestos por sus propios miedos o tabúes.

Así es ella, completamente presente en el presente y ése es su mejor presente…

Si en este preciso instante, ella se parara y me viniera a plantar un beso, yo no sería ni remotamente capaz de oponer resistencia. Pero si ella se atreve a hacer algo así, será a la hora de despedirse, confiada en que mi último paciente está esperando afuera. En sus ojos, veo la intención de hacerlo. Las mujeres tienen un rincón especial en sus corazones, para los pecados que aún no han cometido. Pero ella, la muy descarada, convirtió ese oscuro rincón en una terraza abierta, para exponerlos a plena luz del día. Ha de estar buscando en mis ojos cualquier indicio de reciprocidad o al menos de vulnerabilidad…

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Conforme se acerca el final de la hora, el deseo de besarlo se me arremolina en un solo atrevimiento, mi cuerpo se tensa, el estómago me cosquillea y las manos me tiemblan. Veo sus ojos con la misma lujuria que si éstos fueran trufas de chocolate. En ellos veo su nerviosismo y el acalorado debate entre su ética profesional y el enorme deseo que siente por entregárseme. Quizá estoy siendo arrogante, pero creo que ya es mío. Sus pupilas están enormes y está estrenando chapitas. Sabe que su hora está cerca y está sufriendo, pero también debe estar fantaseando con la deleitosa posibilidad de dejarse llevar…

Cuando termine mi hora, voy a hacer como que me voy a despedir tal y como lo saludé. Pero en el último instante lo besare en la boca, devoraré sus ganas, someteré sus miedos y abrazaré su nuca para que no huya. Total, me rechace o no, ésta será la última vez que pueda verlo aquí, o por él querer proteger su ética profesional o por no haberla podido honrar, así que será nuestro beso de despedida. Más vale que valga la pena.

¿En qué consistirá el potente magnetismo que él ejerce sobre mí? siento unas ganas desmedidas de abrazarlo, de comérmelo a besos, pero ¿por qué? Está guapetón, pero eso nunca ha sido importante para mí. De hecho, he andado con más feos que guapos. Yo creo que es la forma en que me mira. Comprensivo, paciente y humilde cuando le confieso mis barbaridades, como asegurándome que no me juzgará por nada que diga. Con superioridad, conocimiento y seriedad cuando me está explicando algo. Con gozo, admiración y hasta veneración cuando solo me observa. Y quizá con algo de picardía, ahora que no le puedo quitar la mirada de encima. ¿Será el incitante sabor de lo prohibido y la obsesión que provoca lo imposible, lo que lo hace tan apetecible?

Faltan un par de minutos y estamos nomás mirándonos como dos jugadores de póker, sólo que sintiendo una poderosa atracción el uno por el otro…

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‘Si osa besarme y yo sucumbo a su tentación, será merecedora de algún tipo de castigo… Trabajos forzados, por ejemplo. Al menos una posición en cada mueble del despacho.’ pensé travieso y tratando de calmar mis nervios con algo de humor, ‘Para que pague su descaro con el sudor de su frente y su arrogancia, gimiendo.’ Agregué malicioso.

En eso sonó el interfono y me puse el auricular al oído.

“Buenas noches, doctor, ya me voy” dijo mi asistente.

“Gracias por avisarme, Linda, nos vemos mañana.” Le respondí.

“Me despide de la señora por favor” agregó.

“Sí, yo le digo.” Dije a la bocina, mientras volteaba a ver a la susodicha, quien no sabía si pararse o esperar, suponiendo que me avisaban del arribo del siguiente paciente.

“¿Quiere que desconecte la corriente allá abajo como me había pedido, Doctor, o usted lo hace al salir?” preguntó ingenua.

“De una vez, Linda, si me hace el favor.” Instruí y colgué. Brincó de su asiento para despedirse rápido, pensando que “de una vez…” pasaría el siguiente paciente.

No fue nada discreta, me advirtió con la mirada, rodeo el escritorio caminando con una sensualidad inmisericorde, envolvió mi cuello con sus brazos y me besó apasionadamente.

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Él no opuso ninguna resistencia y el beso superó todas mis expectativas. Al principio, él sujetó firmemente mi cintura entre sus manos, provocándome un estremecimiento. Después, corrió una mano hacia el centro de mi espalda y subió la otra hasta abrazar mi nuca, presionándome con ambas hacia él.

Quise terminar el beso -previendo que abrirían la puerta en cualquier momento- pero sólo logré hacerlo más apasionado y que él nos apretara más aún, amoldándonos y provocándome un exquisito hormigueo eléctrico que me recorrió de pies a cabeza. También amenazó con despertar mi lado más salvaje…

“No vaya a entrar su paciente.” Le dije nerviosa cuando por fin se separaron nuestros labios y cuando todavía podía controlarme, marginalmente…

“Su cita fue la última del día, estamos completamente solos, querida.” Dijo airoso.

De pronto me sentí inmersa en una situación que no había anticipado. Claramente, yo he sido la insolente, la pícara y la seductora que provocó todo esto, ¡pero yo venía por un beso, únicamente! Aunque estoy excitada, me siento atrapada y a punto de ser ultrajada…

“Pero no se sienta obligada a quedarse…” dijo, viéndome profundamente a los ojos con un gesto entre comprensivo, retador, burlón y seductor, como si hubiese leído mis pensamientos. “Bueno, al menos deme un beso de despedida,” agregó, cuando no pude decir nada y mientras me envolvía en un abrazo tal, que supe que yo ya estaba perdida. “La besuqueada empieza en quince segundos, usted sabrá si se va. Pero si se queda, le irá tan bien, que llegará a casa con ganas de cumplir allá también.” En eso se fue la luz…

“Pensé que las velas encendidas sobre su escritorio eran para quitar aromas, travieso.” Le dije, cayendo en cuenta de que todo era parte de un plan alevoso y maquiavélico.

“Lo serán.” Respondió sonriente y después me besó, muy vehementemente...

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¿Debería cobrarle más caro su atrevimiento? No, creo que quedarse en mi consultorio a cumplir mis locas fantasías a la tenue luz de dos velas, ya cubrió lo justo por su osadía. Además, es preferible que se vaya muy contenta, porque el viernes entrante me toca ser un pobre repostero –talentoso pero sin licencia de salubridad– y a ella le toca ser una inspectora inmisericorde, solterona y que se cree frígida. Como no tendré dinero para sobornarla, deberé convencerla de que acepte, en vez, a un devoto esclavo sexual…

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“Nos vemos en la casa, Doctor” dije cuando salimos del ascensor. “Tenía usted razón, me quedaron ganas de cumplirle allá también.” Agregué, sonriendo y guiñándole un ojo.

‘Qué locura fue volver a su consultorio tantos años después y cumplir las locas fantasías que me surgieron después de aquella tarde en que lo conocí, me sanó y me enamoró, todo en menos de una hora.’ Pensé en lo que me subía al auto ¡y nunca había suplicado ni hecho el amor hablando de usted! “Pero el viernes que entra, no te la vas a acabar, Señor Chef, te va a salir muy caro el no tener una licencia vigente…” dije con voz autoritaria y con cara de arpía en lo que me abrochaba el cinturón de seguridad.

Pintura por Victor Bauer

Encuentros indomesticables es el último cuento corto que he escrito, y fue por allá por San Valentín del 2016.

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