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El Más Acá

La fiebre no cedía y mis pobres sueños eran violentados por la confusa realidad, empeñada en entrometerse. El doctor parecía dar explicaciones a mis seres queridos, pero yo no escuchaba lo que decían, aunque los tenía alrededor. Como no percibí un ambiente fatalista, ni caras de irremediable consternación, cerré los ojos para que los sueños, considerablemente más interesantes, ocuparan mi existencia.

No acostumbro dormir la siesta, así que ésta era una de esas experiencias primerizas que se tienen después de los 50 años de edad, como enamorarse de una chica que no conoces, sólo por sus palabras; o darte cuenta de que el paraíso no es un lugar, sino un estado mental.

La realidad se desvaneció con razonable prontitud, dejándome en paz conmigo mismo, o sea dejándonos. Con ella se fue también mi pesadez y me sentí tan ligero que podía flotar. Me levanté sin esfuerzo, pero me vi en la cama plácidamente dormido. Mis sueños han sido tan fantásticos últimamente que no le di mayor importancia y me fui a dar un paseo. Había una asombrosa lucidez en mi pensamiento y una exquisita fluidez en mi andar, como si fuera espíritu, solo que era yo, sólidamente.

Al cruzar la calle, me di cuenta de que había olvidado bajar de la banqueta a la calle y había “volado” a 20 centímetros del piso hasta llegar a la acera de enfrente. He realizado muchos vuelos en mis sueños pero éste era por un descuido, muy corto en distancia y ridículo en altitud. Mi humillación se convirtió en pavor cuando descubrí que mí sombra no estaba en el piso. Las seis de la tarde en pleno Malecón ¡y yo sin mi sombra, qué vergüenza! ¿Cómo pude olvidarla? Los niños correteaban persiguiendo las suyas; las de los enamorados, se besaban a escondidas aprovechando la distracción; los mayores, con sus nietos, haciendo figuras con las suyas sobre la pared y yo rogando que nadie notara que no la traigo.

Me di cuenta de que el Malecón era muy angosto y los botes y veleros anclados, muy antiguos pero impecables, como de una exposición. La calle estaba muy sola hasta que apareció un Ford de los años 30s y luego un Chevrolet quizá ya de los 40s. Evidentemente estaba en otro tiempo, pero la increíble brillantez y belleza del lugar me habían impedido ver la similitud de los comercios con los que había visto tantas veces en las fotos color sepia que aun cuelgan orgullosas en la casa de mi padre que murió en el año 007, como tenía que ser.

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La cama se siente extraña sin migo mismo, me pregunto si mis visitantes notarán su ausencia. Si mantengo los ojos cerrados es probable que no. Lo bueno es que sigo sintiendo un dolor indecible, sudando como una borracha bailadora y, por si me faltaran glorias, las rayitas de los latidos de mi corazón se ven muy animadas en la pantalla. ¿A qué horas regresará el infame de mí? Debería salir a traerme, pero si le dejo una nota al doctor, tendría que decir: “Estoy perdido. Salí a buscarme. Si regreso antes de que vuelva, por favor pídame que espere,” y, aunque está completamente calvo, pensará que le estoy tomando el pelo. ¿Y si no vuelvo nunca? ¡Tendría que conversar con otras personas para mantenerme cuerdo, que locura! Además me voy a ver ridículo llevando dos sombras a todas partes. Es tan despistado que olvidó aquí su sombra.

Es curioso, sólo me había sentido solo en compañía de otros pero nunca estando solo. Cuantas novedades se viven a los cincuenta, espero que la muerte no sea una de ellas porque no me ha llegado el último libro de Isabel Allende y no quisiera irme sin haberlo leído. ¿Cómo no me llega ahorita que tengo el tiempo y además puedo aprovechar que me fui de argüendero quien sabe adónde para que no me distraiga mientras leo?

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Descubrí que los tiempos cambiaban según mi estado de ánimo y las personas que tengo en mente, así que pensé en mi primera musa y aparecí en una placita en Londres, entre un enorme dibujo en el piso y un bar llamado Harry’s. Sentí su presencia en el corazón y a lo alto de un edificio contiguo pero, igual que a los trece años, me dio pena distraerla de sus ocupaciones y miedo enamorarme para siempre de su mirada. Debe ser imposible sanar de dos para siempres.

El Big Ben me volvió a la realidad, es decir, a la del sueño… o medio sueño porque sigo allá en cama y tal vez soñando también. Pensé en mi esposa en la adolescencia, 10 años antes de conocerla y aparecí en Paris, al lado de dos mochileras, la que habría de ser mía -cuando fuera mucho más hermosa- y una güerita, su amiga Coral. Ambas despeinadas y caminando muy campantes hacia la torre Eiffel, del mismo arquitecto que construyó la chimenea de El Triunfo. La de Paris no le quedó tan redondita pero se ve bastante bien también. Me sentí muy metiche escuchando sus conversaciones, un poco preocupado de ver el rompedero de corazones que hacían al andar y celoso de las miradas -unas soñadoras, otras melosas y otras perversas- que les dirigía cuanto joven, hombre y anciano a su paso. Pensé en la mirada más contundente que he recibido y aparecí en el antepenúltimo día de los 70’s en un Acapulco glorioso ante los ojos hipnóticos de mi primer amor, princesa J. Me sentí como Mougli con la serpiente y preferí huir de esos recuerdos que tanto trabajo me costó domar...

En eso oí la voz de mi hijo y antes de que abriera la puerta me acosté conmigo mismo, no sin antes comprobar que mi sombra estaba ahí, sana y salva, y que no había ningún libro sobre el buro, porque me choca leer. Entraron mis hijos primero y mi esposa después, con un libro… ¡ay, no! ¿apoco ya llego la de “Amor?” ¡Ahora me la voy a pasar leyendo todo el santo día, caramba!

El cuadro se llama Early Morning y el artista es Horacio Cardozo.

El Más Acá fue mi primer asignatura en el segundo grupo de escritores en el que participé. Debe ser como del 2014 o 2015. El tema que me fue asignado, al azar como siempre, era "Desdoblamiento" y perdí buena parte del tiempo disponible averiguando qué quería decir la palabra. La historia fluyó de corrido una vez que empecé a escribir.

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