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Los Primos Prohibidos

Cuando mi primo Rick llamó para decirme que llegaba a La Paz, teníamos como 96 años entre los dos. Por esos días, el asunto de la güerita de El Triunfo seguía causando risotadas de propios y extraños que leían la fehaciente narración de los hechos que rondaba por la casa. Las hojas engrapadas y ya maltratadas donde la plasmé lograban el cometido de restaurar mi reputación. Los comentarios soeces seguían saliendo ocasionalmente de los labios de mi cuñada Mónica, pero mi esposa -que me conoce bien, ya comulgaba con mi versión y solo recurría a la otra con fines de esparcimiento.


El primo vino a realizar un trabajo y se iría al día siguiente, así que las opciones para vernos se reducían a una: lunes en la noche. Aunque me hubiera gustado mucho platicar con él a solas de nuestras aventuras, hazañas y locuras desde la niñez hasta la fecha, así como de nuestros tropiezos y cicatrices resultantes, lo más sensato era ir acompañados. Así que mi cuñada Mónica, que llevaba meses de visita en la casa, mi esposa Ana, Rick –el primo invitado de honor, y yo nos fuimos a cenar a El Patrón, al lado del calmo mar de la bahía de La Paz.


Históricamente, el estar acompañados de otras personas, reduce considerablemente el efecto explosivo que tenemos cuando él y yo estamos juntos. Esa incorregible condición se hizo evidente desde que se cumplieron 2 requisitos, a muy temprana edad: poder interpretar los balbuceos del otro y que se encontraran nuestras miradas. Con la práctica, logramos hacerlo con que se cumpliera cualquiera de los dos.


La primera en diagnosticarlo y entregarse a una encarnizada batalla para desarraigárnoslo a escobazos fue la bisabuela Piedad. Ella tenía un aposento lleno de misticismo que nos causaba fascinación. Estaba construido sobre la cochera y el cuarto de servicio y tenía acceso por una terraza del segundo piso que nos servía de punto de observación, para saber qué hacía y en qué cuarto estaba antes de entrar a hurtadillas a robarle dulces. También, con sus muchos macetones que albergaban tupidas plantas, hacía las veces de trinchera, al salir huyendo despavoridos de su furia y, en ocasiones especiales, de sus ocurrentes insultos.


No recuerdo en qué momento murió la bisabuela, pero evidentemente le heredó a la abuela Lucrecia, tanto el secreto de nuestro peculiar efecto detonante a dúo, como la necia determinación de curarnos. Para cuando teníamos 6 años, ella ya tenía establecido un protocolo de seguridad para la comida, que incluía: que nos sentáramos en cabeceras opuestas de la larga mesa Struck; debidamente custodiados por adultos responsables, o al menos por nuestras madres enfrascadas en la conversación y participando en la algarabía; y que un muro nada discreto a media mesa, construido con una hilera de cajas de cereal, impidiera que nos viéramos el uno al otro. Avisados telepáticamente, nos agachábamos al mismo tiempo para vernos por debajo de la mesa y entrabamos en un incontrolable ataque de risa que podía durar hasta 5 o 6 pellizcos.


En esos tiempos nos dio por comprar estuches de viaje Listerine, que incluían un cepillo de dientes plegable y una pequeña pasta de dientes, los cuales nos tenían sin cuidado, porque el interés estaba en el contenedor. Un discreto y conveniente estuche para transportar el sofisticado equipo de comunicaciones, de visión nocturna, así como las poderosas armas que nosotros mismos diseñábamos y fabricábamos con plastilina de colores para cada misión. Eran instrumentos tan ingeniosos y precisos que siempre provocaron una envidia enfermiza en los grandulones, que, no siendo capaces de entender tecnología tan avanzada, se dedicaban a burlarse de ella...hasta nuestros días. Sin embargo, tener tecnología del futuro, trajo un nuevo mundo. Logramos varias incursiones al jardín del vecino, el señor Pfefer para recuperar a Diana, una hermosa Setter Irlandés que metíamos a su jardín adrede para tener razón de entrar nosotros. También hicieron posible la exitosa extracción de dulces del cuarto de Piedad en repetidas ocasiones y muchas otras. Por último, pero no menos importante, nos permitió convertirnos en héroes anónimos mediante la constante captura y destrucción de enormes monstruos del espacio sin la ayuda de Ultramán.


Pero volviendo a la reacción química y potencialmente letal que tenemos cuando nos juntamos, nuestras madres y otros integrantes de la familia tardaron un poco más en reconocer y aceptar esa condición y tomar cartas en el asunto.


Creo que nuestra primera fechoría inocultable y de la que tampoco pudimos salir airosos con las elocuentes explicaciones de Ricardo, fue en una víspera de Navidad, probablemente antes de cumplir 10 años. Resulta que la abuela Lucrecia, mi madre y nuestros hermanos nos dejaron solos para ir al Aurrerá del Toreo de Cuatro Caminos, lo cual significaba que harían el “súper grande” y se tardarían un par de horas…


Normalmente hubiéramos ido para visitar la juguetería ARA que estaba al lado y que era un paraíso para nosotros, pero teníamos una cita con el destino y no quisimos desairarlo.


Se nos ocurrió ir a los aposentos de la difunta bisabuela, que ahora teníamos prohibidos porque estaba convertida en bodega de muebles. Como sospechábamos, ahí tenían ocultos los regalos que nos traería Santa Claus en unos días. Fue fácil encontrar las bicicletas que habíamos pedido. Las extrajimos, por una ventana, con extremo cuidado y luego las bajamos al primer piso por las inclinadas escaleras que siempre distinguieron a la casa de los abuelos. Todo esto, para hacerles las pruebas de rigor en la bajada de Prado Norte y darles el visto bueno. Con la audacia que caracteriza a mi primo, calculó el tiempo que nos quedaba antes del regreso del súper. El escenario optimista de hora y media y el conservador que decidimos seguir para “más seguro” de una hora.


Nos pusimos a pedalear gozosos, para arriba y para abajo de la calle, dándonos entusiastas comentarios de lo que íbamos descubriendo cada vez que nos cruzábamos frente a la casa yendo en dirección contraria. Hasta que, cerca de la hora programada para regresar nuestras veloces máquinas a su lugar y fingir que veíamos la tele aburridos, tuvimos una breve falla telepática y nos estrellamos con precisión el uno contra el otro, llanta con llanta, manubrio con manubrio, cuerpo con cuerpo y frente con frente. Rebotamos el uno contra el otro y caímos al pavimento al mismo tiempo y escuchamos el ya familiar ¡hmMmff! que el tórax emite cuando es comprimido repentinamente por un golpe, solo que en estéreo.


Después Ricardo hizo trampa y se enojó primero. No se había ni siquiera parado cuando ya me estaba reclamando “tú te tenías que quitar, porque yo venía bajando” a lo que yo respondí igualmente indignado “no, tú te tenías que quitar porque yo venía subiendo.” Poco después, tuvimos que interrumpir esa discusión (que décadas más tarde no ha terminado) para dedicarnos a desatorar los fierros retorcidos de dos bicicletas cuya existencia no debíamos ni conocer. Esa tarea y subir las bicicletas al segundo piso, trajeron más heridas y dolor que el golpe original, pero logramos ocultar la parte material del crimen y solo lucimos sendos chipotes en la frente.


La explicación que dimos, tan cierta como cínica, fue que chocamos el uno con el otro. Así que recibimos atención médica casera, chocolate para el susto, palabras de ánimo y hasta disculpas por habernos dejado solos. Estos privilegios solo hicieron más severas las consecuencias, una vez descubierta la evidencia y con ella la magnitud del crimen…


Al poco tiempo, quizá esa misma Navidad, mi prima Varenka recibió una magnífica bicicleta. Era una preciosa chopper color vino. Aunque era de mujer, su gran tamaño -para adulto- la hacía irresistible para los ojos de ciertos niños cuyas bicicletas inservibles serian enviadas al taller el primer día hábil.


Con muchas reservas y conmovida por la patética condición de su hermano menor, dejó a Ricardo dar una vuelta en ella. Apenas lograba pedalearla y controlarla, parte por el reciente incidente y parte por el tamaño de la máquina, pero demostró ser un niño responsable que, del reciente y traumático encontronazo que tuvo con su primo Rodolfo, había cosechado la prudencia.


Más por un sentimiento de equidad que por su confianza en mi destreza, extendió la misma cortesía conmigo, pero rogó que no fuera rápido y sí precavido. Como si tuviera conocimiento del futuro, al menos cuando estamos juntos, Ricardo dijo algo atípico: “Con cuidado, güey.” Después de controlar el ancho manubrio y lograr girar los pedales desde ese asiento reclinado y tan lejano que solo me permitía alcanzarlos con la punta de mis tenis, me sentí magnánimo y apunté la nave hacia la calle de atrás, Monte Parnaso, donde podría ir rápido sin las miradas condenatorias tratando de calcular mi velocidad ni los gritos de advertencia correspondientes.


La inclinación de esa estrecha callecita me permitió sentir el vértigo incremental por la velocidad que mis entusiastas muslos provocaban, hasta que se abrió la puerta del coche… Recuerdo neblinosamente los ojos desesperados de una desconocida (que presumiblemente abrió la puerta del auto) que le rogaba a Dios que yo no estuviera muerto y que me despertara. Pensé, “¿Cómo voy a estar muerto si Varenka aún no se entera?”. Recuerdo también que recogí los restos de la bicicleta y las repartí entre mis manos para balancearme en el trayecto de regreso, a pie.


Con pajaritos revoloteando alrededor de mi cabeza, se grabaron en mi mente las contrastantes reacciones entre los miembros de mi comité de recepción: Ricardo, el más importante, se atacó de la risa de verme cargar la bicicleta en una mano y la deforme llanta delantera en la otra; Mi madre, alcanzó a hacer una mueca de consternación al ver mi cara ensangrentada y el enorme chichón que me presidía, pero en general se mantuvo ecuánime para no alarmarme; Varenka, la principal afectada, combinó muy bien una de esas miradas que usan entre ellas las mujeres cuando no hay cuchillos a la mano, un suspiro de frustración, un cometario sarcástico y unos insultos tan atinados como justificados. Yo hubiera preferido que me agarrara a patadas para no llevar la enorme culpa sobre mis hombros hasta la primavera.


Algún tiempo después descubrí que el reparador de bicicletas me tenía un altarcito en su taller, que años más tarde influyó en que estrellara mi recién estrenada bicicleta de carreras, en décima velocidad, contra un Renault 12 (también recién estrenado) de dos distinguidas señoras. Por supuesto, Ricardo venía atrasito y fue fiel testigo y narrador. Sucedió justo enfrente de la iglesia de Santa Teresita, donde se casaron varias de nuestras tías y donde cada uno de nosotros lo haríamos alguna vez, intempestiva, infructuosa y efímeramente, pero esas son historias para otra ocasión.


Un par de años más tarde fuimos a acampar con mi papá y sus amigos al bosque, al lado de una presa. Hacía muchísimo frío en la noche y no pudimos dormir gran cosa.


Nos levantamos temprano y nos fuimos a dar una vuelta en el Buggy de mi papá. Aunque llevaba tiempo manejándolo, siempre era en compañía de él y no a solas con Ricardo…anduvimos sin rumbo y alejándonos por caminos desconocidos que, ya de por sí, hacían cada vez menos probable el que halláramos el camino de regreso. Llegamos a una zona muy alta desde donde podíamos apreciar el paisaje. Gracias a eso, la plática se centró en el paisaje y las miradas también. Nos salimos del camino y el coche quedo volando de las dos llantas delanteras pero sostenidas por el tronco de un árbol recién trozado por nosotros. En el trámite de quedar así, mi primo se hizo tremendo chichón contra el parabrisas y ambos adquirimos un inusual color pálido. En vez de intentar caminar de regreso, caminamos alejándonos más, con la esperanza de pedir ayuda a extraños y no tener que explicar por qué nos habíamos llevado el coche y cómo es que estaba en un despeñadero.


No avanzamos gran cosa antes de divisar una tienda de campaña. A mí me dio pena molestar a los campistas tan temprano, pero Ricardo con sus 12 o 13 años de edad, no tuvo las más mínimas consideraciones, Como si ya fuera Director de Cine, despertó a dos pobres trasnochados, con cara de crudos –más bien aún ebrios, que no podían ni alegar y con la gran autoridad que el chipote le había otorgado, los arreó hasta nuestro pequeño auto verde y organizó, para ellos los trabajos forzados bajo el auto y para mí, al volante, los de ayudar con la reversa y la dirección de las ruedas, hasta que logramos regresar el Buggy al “camino.” Los hombres se fueron muy sonrientitos, parte por el elocuente y motivador discurso de agradecimiento del Rick y parte pensando en volver a su tienda de campaña a terminar de dormir. Ellos supieron desde entonces, que las pesadillas que se tienen estando dormido son preferibles a las que se tienen estando despierto.


El Rick y yo volvimos al campamento con nuestras aureolitas perfectamente estables sobre nuestras jóvenes cabezas y a tiempo para el desayuno que otros trasnochados y crudos estaban terminando de preparar.

Con el paso de los años, los eventos explosivos fueron evolucionando e incluyeron avalanchas en Bosques de Las Lomas; triciclos en la barranca de Prado Norte; el Volkswagen de Erika, también en Bosques de Las Lomas; persecuciones en la Combi azul por doquier; más innumerables etcéteras. Las consecuencias correspondientes, incluyeron cortadas, contusiones, quemaduras, raspones, más muchísimos etcéteras.


También incluyó a cierta Laura que ambos amamos durante toda nuestra adolescencia, más algunas recaídas posteriores por separado. Aunque no sería ni la primera ni la última amada de ambos, si fue el único amor simultáneo y descarado, pues con Laura íbamos en trío a fiestas, al cine y a bailar. Las consecuencias en los tres involucrados incluyeron: corazones rotos, adicciones, confusión. Las secuelas: relaciones tóxicas, infidelidad, aislamiento, etc.


Nuestras madres y el destino finalmente nos separaron al uno del otro y a ambos de ella. Ricardo se fue a estudiar a NY y yo a vivir a Querétaro.


Ya como de 20 años, en unas vacaciones de la escuela, que él pasó aquí, volvimos a las avalanchas en Bosques y hubo consecuencias, ahora en Ricardo. Acabó con raspones en todo el cuerpo (y cicatrices hasta nuestros días) que resultaron de voltearse a 60 kilómetros por hora en la avenida Ahuehuetes (igual que el Volkswagen amarillo cinco años antes) y justo antes de irse a Acapulco con su familia, mi tía Tere no me perdonaría dichos raspones en muchísimos años… Desde entonces, sólo nos vemos acompañados de otras personas.


De algunos de estos eventos se platicó ese día, para deleite de las hermanas Fernández que desconocían todo esto y que lo escucharon de Ricardo, cuya simpática elocuencia les da una exquisita sazón a las anécdotas. Otros acontecimientos saltaron en los días posteriores a la visita, que abrió la caja de pandora de mi corazón. Lo mío es recordar lo que puedo, imaginar lo que falta y escribir todo junto.


Después se habló de los hijos. Cada uno muy orgulloso de los suyos, de sus bellezas y talentos. El enorme espacio que ocupan en nuestras mentes y corazones fue evidente. Mi primo dijo más con el brillo de sus ojos que con la exquisita descripción que hizo de los logros, habilidades y significancia de sus hijas en su vida.


Una velada extraordinariamente encantadora, hasta que nos informaron que se cerraba el lugar y se iban a dormir los dos meseros que nos atendían y que habían quedado a cargo de apagar las luces. Una confianza que tienen los meseros paceños con sus clientes y una empatía que tienen los paceños con sus meseros, de las que nadie tuvo a bien informar a mi primo, un exigente hombre de mundo, que se dio a la tarea de regañar a los meseros y augurar el acabose del negocio.


Resulta que mi primo conoce el futuro, al menos cuando estamos juntos, porque el negocio cerro a las pocas semanas, tal y como él predijo y tal y como suelen darse las cosas cuando se abrazan nuestros espíritus…


Pero nuestra noche no terminó ahí. Fuimos los cuatro al “Tequilas,” un bar muy amigable donde tocan rock en vivo los fines de semana y ponen rock clásico entre semana. También tienen billar y pudimos observar las destrezas de mi primo en esas artes y atestiguar, por enésima vez, la de hacer amigos. Más tardecito y más alegres, expusimos ambas versiones del asunto de la güerita de El Triunfo y después de poca discusión, mi cuñada Mónica tuvo que reconocer mi santidad en ese asunto, gracias a la conmovedora y magistral defensa que Ricardo hizo de mí.


Luego se rastrearon las pistas de una novia que Ricardo tuvo en La Paz en sus años mozos. Descubrimos (más en base a neblinosos registros de donde vivía la entonces niña y cuantos hermanos tenía, que de su nombre o apariencia física) que es la actual esposa de un funcionario público en clara ascendencia política; que además es como mi primo de cariño porque nuestros padres fueron mejores amigos desde el Kínder hasta la muerte.

Salieron a borbotones las anécdotas, desde ese joven y efímero idilio y la imposibilidad de volverse a ver, hasta lo que ella y su marido son en la actualidad.


Platicas amenas de temas diversos fueron dando un gradual y apacible fin a una de las veladas más deleitosas e inofensivas que recuerdo en compañía de Ricardo.


Pero el destino no estaba de humor para dejarnos salir airosos de nuestra primera salida en dos décadas, así que después de un breve intercambio de palabras con las dos parejas de la mesa de al lado y siendo aproximadamente las 3 de la madrugada de un martes, una de las señoras se paró muy formalmente a pedirme matrimonio.


Ricardo, mi cuñada y mi esposa fungieron como testigos de mi parte y su esposo y otra pareja que los acompañaba como testigos de la suya. También nos acompañaron, a ella un descaro etílico, a mí un rubor estupefacto y a los seis testigos, puras carcajadas.


Fue una de esas experiencias primerizas que se tienen en la madurez y quizá por eso, no supe que decir. La respuesta era obvia, pero ¿cómo decirla sin lastimar a una mujer ebria pero claramente una buena persona; o sin enfurecer a un marido enorme, hasta ahora muerto de risa; o sin consecuencias domésticas con alguna de las inclementes hermanas Fernández; o sin invocar el recurrente asunto de la güerita? No recuerdo cómo se resolvió el asunto, pero creo que primero le dije que ya estaba felizmente casado con Ana. Como resultado, mi pretendiente se dirigió a mi esposa y le pidió mi mano a ella; finalmente, después de infructuosas negociaciones entre sus testigos y ella, se la llevaron a rastras mientras seguía diciendo cuanto me quería...


Me acuerdo de las despiadadas burlas posteriores y las envalentonadas reconsideraciones del asunto de la güerita de El Triunfo, ya sin el apoyo de mi primo que estaba demasiado ocupado riéndose de mí.

Más tarde, ya cerca del amanecer, nos dirigimos hacia el hotel donde se estaba hospedando Ricardo.


Él y Mónica se instalaron en el asiento de atrás y Ana y yo en los de enfrente. En el trayecto hice un par de mociones de orden, precautoriamente, creo, del tipo “¡No se vayan a dar de los besos allá atrás! ¿Eh?” y “¿niños?, ¡niiiiños!” o algo así…


La locura que nos caracteriza a Ricardo y a mí cuando estamos juntos y que ha hecho que cuatro generaciones de mujeres que nos quieren mucho nos prohíban vernos, es deslumbrante, contagiosa y fructífera, tal y como les advertimos oportunamente a las hermanas Fernández y tal y como quedó patente a lo largo de la velada y en este fiel registro de esta…


Finalmente, llegamos al Hotel Hacienda Buganvilias, muy sonrientes los cuatro, y nos despedimos con besos, abrazos y voces de júbilo, aprovechando el silencio de la noche.


En las escasas horas que transcurrieron antes de despertarme para ir a trabajar, mi subconsciente -ayudado por el vino, logró el misericordioso cometido de borrar de mi mente el capítulo de la pedida, pero tuvo el desatino de tatuarlo en la de cierta cuñadita que consideró su obligación compartirlo con el mundo, así que tuve oportunidad de escucharlo, hasta lograr aprendérmelo…


Ricardo y yo nos admiramos mutuamente y mucho desde que tenemos uso de razón. Ambos desearíamos poder vivir un poco de la vida del otro: Él tuvo dos hijas y yo dos hijos, ambos tenemos ese privilegio que es desconocido y deseable para el otro; Mi vida rutinaria y sedentaria, ve con gran entusiasmo el trabajo, las aventuras y los viajes de mi primo. La vida aventurera e independiente de él ve con cierta nostalgia y antojo mi vida apacible y con una pareja estable.


Ojalá mi primo encuentre una chica que lo inspire a un amor permanente y que lo disfrute a plenitud con ella. Porque el amor es un crimen que no se puede cometer sin cómplice. Ojalá yo encuentre, junto con mi esposa, oportunidad de viajar y hacer cosas nuevas que revitalicen nuestro amor.


Pero que no quiera el destino que nos juntemos solos, porque es bien sabido que juntos somos dinamita y que cada vez que se cruzan nuestros caminos -como los de dos astros que chocan en el espacio- hay chispas, fuego, estruendo, polvo y muchas veces cicatrices. Además, invariablemente se modifican nuestras órbitas y nos dirigimos hacia nuevos destinos viendo las cosas desde una nueva perspectiva.


¿FIN?


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