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La Cereza del Pastel


Los eufóricos ramilletes de personalidades que conversan entre sí, emanan una alegría bohemia; otras personas circulan por la galería observando con mucha atención las múltiples obras de arte tan magistralmente expuestas en muros, atriles y bases; otras más, se incorporan con grandes aspavientos a los grupos existentes; algunas parejas pasean distraídas admirando ciertos cuadros y esculturas, ajenas a la existencia del resto del público; los camareros que circulan, unos con charolas repletas de copas de champán y otros con exquisitos canapés, parecen ser invisibles para algunos y un oasis ambulante para otros; la cereza del pastel es, definitivamente, una chica de esas que se graban en la mente con una nitidez e intensidad tan inclementes, que ni el Alzheimer te librará de su recuerdo.


De cabello oscuro, esculpido en una melena cóncava, que la hace ver como hada traviesa, algo así como Campanilla, la de Peter Pan, pero en versión trigueña y con un copete que se desvanece como plumaje hasta terminar en puntas abrazando su cuello largo y distinguido. Trae un sedoso vestido negro, que roza los límites socialmente aceptables, en lo largo y en lo escotado. Todo esto, sobre unos bellísimos zapatos altos, a tono, que hacen las veces del pedestal de una obra maestra. Su mano sostiene con gracia y delicadeza una copa de champán que tomó al entrar a la sala, de la charola de un mesero estupefacto; sus bien formadas piernas, lucen raspones profundos que combinan graciosamente con las suelas rojas de sus zapatos, pero contrastan con su cuerpo sutilmente tentador. Tardó sólo unos segundos en atraer las miradas de todos y reducir el murmullo de las conversaciones con su belleza y con el casual pero contundente contoneo de su andar. Con sutiles movimientos de cabeza, saludó de lejos a unas pocas personas, a lo largo de la sala, y después se dirigió hacia nosotros.


Conforme se acercaba, no pude evitar sonreír al recordar la frase de mi abuelo, “De quien Dios vaya marcando, vete cuidando” y pensé en compartirlo con el grupo, una vez que ella nos hubiese pasado de largo, como al resto de los presentes.


Pero ella llegó directamente hasta mi esposa, le tomó las manos y la saludó con un beso en cada mejilla, con una familiaridad que hirió mi lado controlador, que se jacta de saber todo lo que ella hace, especialmente desde que tenemos diferencias irreconciliables que nos distancian y nos insinúan la posibilidad de un divorcio. Después, las mismas diferencias, se convierten en motivo de apasionadas reconciliaciones que nos sumergen en una embriaguez de amor por semanas.


También es cierto que ya tenemos más de un mes de horrible coexistencia y que el próximo besuqueo aún no se vislumbra en el horizonte. En realidad, un divorcio implicaría una infinidad de batallas legales, aún si no las quisiéramos. Una viudez, sin embargo, sería muy conveniente para cualquiera de los dos y, por supuesto, una genuina y permanente reconciliación, un paraíso para ambos.


A los otros cinco, sentados en periqueras alrededor de nuestra mesa alta, nos castigó con un frío “buenas noches,” sin vernos a los ojos, y comenzó a platicar con ella, sin sentarse, recargada en la séptima silla alta, que un mesero trajo raudo y veloz para ella. La música y algarabía del lugar le brindan privacidad a sus palabras.


Su aislamiento y desdén engendran en mí una furia enfermiza y creciente.


Como si le hubiese advertido telepáticamente, mi esposa se levanta y la voltea a ella para presentármela. Amor, es Roxana y viene a apoyarme en este día tan complicado. Roxana, es Héctor, mi marido.


Mi primer pensamiento, mientras me ponía de pie para saludarla, fue “¿Para qué rayos necesita la ayuda de una Millennial si ha participado en docenas de exposiciones como ésta? Es una artista renombrada y muy hábil tratando con críticos, admiradores, la prensa, la organización, el banquete e incluso con los medios digitales.


¿En qué puede servirle esta esquincla arrogante, provocativa, irreverente y con 25 años menos de experiencia?”


En cuanto se encontraron nuestros ojos, desaparecieron mi furia, mis preguntas y mi cordura.


La mirada de Roxana es amable, ingenua, inquisitiva y profunda; el apriete de su mano es cordial, firme y más largo de lo normal; me jala y me da un beso en cada mejilla, como hizo con mi esposa, pero rozando las comisuras de mis labios, con una clara intención de desconcertarme.


Inmediatamente después, me soltó la mano y se dirigió a hacer lo propio con las dos parejas restantes que le presentó mi esposa. Nadie pudo evitar voltear a ver sus piernas raspadas, pero ninguno se atrevió a preguntar. Portaba sus heridas con mucho orgullo y quizá hasta con arrogancia, pues seguro le duelen. Son heridas de caída de motocicleta o de chocar, por el oleaje, contra las afiladas conchas que se adhieren a las rocas de la costa, que en ocasiones, debido al cambio de marea, se convierten en la única manera de salir del mar.

Observé, muy atentamente, que su saludo a todos ellos fue perfectamente normal y con el tradicional beso en una mejilla, no en las dos ni cerca del labio…


Ahora recordé las palabras que Magneto le dice al guardia moribundo de la cárcel de plástico, en la saga de X-Men, “Nunca confíes en una mujer bonita, especialmente si se fija en ti,” La segunda advertencia de la noche llegó tarde, pues mi prudencia y mi implacable frialdad ya se tambalean…


Volvieron todos a sus conversaciones y yo me puse a observarlas, retraído, curioso y malicioso, a ellas dos, que están ignorando al mundo en general y a mí en particular. ‘¿Cómo es que yo ni la conozco y ellas se miran, hablan y gesticulan como si fueran amigas íntimas?’ cavilé.


“¿Cuál debo ser hoy, el esposo ejemplar, religioso devoto, vecino amable y amigo conciliador que todos los aquí presentes conocen de tantos años? ¿O el desalmado asesino a sueldo, que ésta chamaca irreverente está invocando y ganándose a pulso? Mi instinto quiere cazarla, castigarla y eliminarla, pero mi lado paternal, quiere cuestionarla, tratar de entenderla, aconsejarla, reprenderla y quizá salvarla… Por otro lado, la promesa que me hice hace tantos años “Sólo mataré por dinero, nunca por diversión” para aminorar mi culpabilidad y poner límites a mis perversos impulsos, se ha vuelto algo así como mi ética profesional y sólo la traicionaría en un caso extremo o en defensa propia…


En eso se levantaron todos de la mesa a cumplir su parte del programa, en el podio. Para mi sorpresa, Roxana no los acompañó, sino que rodeó la mesa y se vino a sentar de mi lado, para poder ver la presentación.

“¿A qué te dedicas, Héctor?” preguntó rompiendo el hielo.


“Soy asesino a sueldo,” dije sonriente y orgulloso, “¿tienes en mente a alguien? Quizá podemos hacer negocios, te daría un descuento por ser amiga de mi esposa.” Agregué con cara condescendiente.

Ella se atacó de la risa…


-Como siempre he dicho, cuando la verdad es lo suficientemente inverosímil, se puede uno dar el lujo de decirla llanamente sin temor a ofender, escandalizar o, en este caso, advertir a su interlocutor-

Cuando terminó de reír, dijo: “Ahora que lo mencionas, tengo una Conciencia que habla demasiado, me reprende con frecuencia y me hace sentir culpable…y ya sabes lo que dicen por ahí:

“La culpa y el remordimiento evitan que nos llevemos bien con nosotros mismos; el egoísmo y el orgullo, con los demás.” Así que quizá te contrate para que me liberes de ella.” Su pícara sonrisa, el tono de su voz y la mirada juguetona e inocente, desataron una guerra entre el depredador y el padre protector que habitan en mí.


“¿En qué estas ayudando a mi esposa?” pregunté.


“Le ayudo a simplificar algunos trámites legales,” dijo desinteresadamente, como dando a entender que sería un aburrido tema de conversación.


“¿Cómo serán las habitaciones en este hotel?” preguntó al aire, como cambiando la conversación, empinándose el resto de su cuarta copa de champán y haciéndole señas al camarero para que se la cambiase por una llena.


“Tengo una habitación en este hotel, por si mi esposa no quiere que la acompañe a casa... Si quieres te presto la llave para que subas, la conozcas y disfrutes la vista de la ciudad desde un veinteavo piso, yo aquí te espero.” Ofrecí amablemente.


“No, ¿cómo crees? No me atrevería a entrar a hurgar a tu cuarto mientras tú no estás, me sentiría como una ladrona. Pero si me lo muestras tú, iría encantada,” dijo con una ingenuidad fingida que me revolvió el estómago: de sed de sangre, en el cruel asesino; de indignación, por su falta de prudencia, en el lado paternal; de remordimiento de conciencia, en el lado del esposo tentado.


“¿Cómo puedes decir algo así, no te das cuenta del riesgo? No sabes qué clase de persona soy. Tengo el doble de tu tamaño y ni siquiera tengo panza para justificarlo. ¿No piensas en las implicaciones de ser vista subiendo con un tipo que te dobla la edad, de que nos vean saliendo juntos de aquí, de lo que sentirá mi esposa, que es tu amiga? Dije molesto. “Debes cuidarte más, eres una joven bellísima y aparentemente una excelente persona.” Agregué conciliador.


“Perdón, mi locura se ha vuelto tan cínica, mi espejo es tan sarcástico y mi corazón ha sido roto tantas veces, que a veces no pienso con claridad, vivo confundida.” dijo con cara de tragedia y dando muestras de embriaguez…


“¡Pero, güey, estoy bue-ní-si-ma, vestida para matar, ebria, coqueteándole a un hombre experimentado y presumiblemente viril, que además es un asesino confeso! ¿Qué puede salir mal?” agregó burlona. “Ahora que si es a usted al que le da miedo, Señor Don Malote, ahí si ya no sé ni cómo podría ayudarle.” Sentenció.

No pude más y solté una carcajada. ‘Ésta igualada merece una lección y yo soy el verdugo asignado, pero si se porta muy bien, le perdonaré la vida.’ Pensé.


“Está bien, subiré yo primero, como si me hubiera ausentado para ir al baño, y me sigues tú, cinco minutos después, dejaré la puerta abierta. Habitación 2112, número capicúa.” Dije levantándome y mirando el reloj para medir mi tiempo.


Subí con el corazón acelerado y con el sudor frio que antecede al amor prohibido y a los crímenes de sangre, recorriéndome sienes y espalda. Entré a la habitación, colgué mi saco en el perchero, le puse el silenciador a mi infalible escuadra 45, la guardé en el cajón del buró y entré al baño a lavarme las manos y la cara. ‘Quedan 3 minutos para tender la trampa’ pensé en lo que salía hacia la recámara.


Encontré a Roxana sentada en la cama y recargada en la cabecera, muy provocativamente, pero jugueteando con mi pistola…


“¿Y esta arma, pensabas matarme?” preguntó sonriente y con cara de fingida consternación.


“Claro que no, ni siquiera sabía que te conocería, mucho menos que subirías a mi cuarto. Pero ten mucho cuidado por favor, está cargada y el gatillo es sumamente sensible” Argumenté y advertí distraídamente mientras pensaba, desde el umbral de la puerta del baño, en cómo quitársela de las manos y darle su merecido.


“¿Es para matar a tu esposa, entonces?” preguntó ella, mirándome inquisidora y seductoramente, como buscando una complicidad.


“No, eso sería demasiado obvio y estúpido. Contrataría a un matón profesional que lo hiciera mientras yo tengo una cuartada perfecta, ya sabes...” respondí, guiñándole un ojo.


“¿Y por qué no a una mujer?” cuestionó juguetona, mirándome melosa, acariciándose el brazo cuya mano sostiene el arma y como empezándose a aburrir de ésta, dándome esperanzas de que ya la dejaría en paz sobre la cama.


“¿Una matona?” pregunté, “¿Quién diablos contrataría a una mujer asesina?” agregué indignado y burlón.


“Tu esposa, por supuesto” respondió guiñándome un ojo, "adiós, corazón…"



FIN

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