Érase una vez un domingo familiar. Previas negociaciones y rebatingas con adolescentes, logramos salir con rumbo al sur, mi esposa, mi cuñada y mis dos hijos en un día imposiblemente perfecto.
A una semana de elecciones para gobernador, presidente municipal y diputados, los postes, árboles y muros estaban cubiertos de candidatos, eslóganes y promesas, algunas muy simpáticas. A estas alturas del proceso, las fotografías de dichos candidatos lucían enriquecidas con nutridos bigotes, cejas diabólicas, sonrisas chimuelas, gorritas con hélice, acné y cuanto más que, amable y generosamente, fueron donando los jóvenes de la ciudad.
Como venía manejando el auto, me vi limitado en mi complicada decisión política basada en dichas imágenes mutantes de personas que de todas formas no conozco y cuyos antecedentes varían enormemente según la persona que los platique.
Mis hijos dejaron el planeta -como lo conocemos- a las pocas cuadras de haber salido, sumergidos en su música a todo volumen con audífonos de esos que aíslan el sonido exterior, ensimismados en sus pensamientos y extrañando el uno a su novia y el otro a su disco extraviado.
Las mujeres se enfrascaron en una de esas conversaciones que no tienen fin, un grato vaivén de ideas que, aparentemente, concluye donde comenzó y ahí reinicia. Una conversación que se convirtió en arrullo después de concluido el primer ciclo.
La algarabía del domingo en iglesias y panteones me mantuvo alerta y entretenido mientras salimos de la ciudad.
Después me mantuvieron despierto las variadas intenciones de los otros conductores, unos con prisa, otros paseando con toda la calma del mundo y otra poca que le pidieron prestada al compadre que está en la luna, otros erráticos e impredecibles pero el ¿cuál será cuál? demandó mi atención e incapacitó mi nutrida imaginación hasta que estuvimos en la autopista, solos y a buen paso.
Más adelante entramos a la pintoresca carretera de dos carriles y al poco tiempo, saliendo de una curva, apareció el pequeño pero carismático pueblito con su famosa chimenea diseñada por Gustav Eiffel y mejor conocida como “Ramona” y otra más pequeña llamada “Julia” ambas del lado derecho de la carretera, donde también se encuentra el museo de música con los muchos pianos que algún día sonaron por todo el pueblo, uno de los más ricos del país durante el auge de la mina de oro.
Hoy El Triunfo tiene 276 habitantes “pero más de 300, contando los del panteón” dije bromeando mientras buscábamos el restaurante “Caffé El Triunfo” del mismo dueño que el tan querido y nunca bien ponderado “Caffé Todos Santos” que tantas veces hemos visitado y tantas otras mencionado o recomendado con entusiasmo, nostalgia y antojo. Encontramos el lugar en la primera calle paralela a la carretera y haciendo esquina con una de las escasas callecitas que se asoman a ella.
Entramos y pasamos por las muchas mesitas, la mayoría ocupadas, de un largo laberinto de fantásticas posibilidades. Disfrutamos los abundantes y encantadores detalles del lugar mientras caminábamos detrás de otra familia que obviamente escogería mesa primero. El lugar es rustico y contiene joyas arquitectónicas antiguas y exhibe una jardinería desértica que literalmente sale de los muros de piedra para complementar un exquisito sabor bohemio, cosmopolita y pueblerino a la vez. Finalmente, después de bajar el equivalente a un piso por unas escaleras al aire libre, pegadas al muro y con un barandal rustico con distintas y fascinantes lamparitas de piso espaciadas cada dos escalones, llegamos a un como jardín combinado con terraza con mesas y sillas de diversas formas y tamaños, sombreadas unas con pérgolas de palo de arco y otras con sombrillas de lona, logrando un ambiente bastante acogedor.
Nos tocó sentarnos en la mesa más grande y todos viendo en el extremo opuesto, quizá a unos 30 metros, la entrada trasera del lugar con un enorme portón antiguo de madera sólida, justo antes del cual se encontraban una pick up de los años cincuenta viendo hacia afuera y una glamorosa Harley Davidson tipo chopper amarilla con pasamanería anaranjada, todo en pintura metálica, contrastando con la famosa chimenea Eiffel hacia la que apuntaba su deslumbrante faro cromado.
Tuvimos la oportunidad y el placer de conocer al dueño y chef del lugar. Claramente, el conductor de la Harley y un contemporáneo de la pick up. Alto, de cabeza rasurada, con bigotes rubio-canosos que pasan y se enriquecen con la barba para bajar acampanadamente hasta el pecho; con brazos fuertes, bronceados y tatuados, ojos azules y llenos de paz. Una vez conversando con él, en un español perfeccionado durante 25 años de vivir en Baja, quedo claro que Marcos es ya un sudcaliforniano y además un tesoro nacional, especialmente después de que llego a acompañarlo Romey, una dulcísima perra de la raza Cane Corso color gris plomo, que hace las funciones del dragón que protege un castillo.
Los antiguos italianos usaban al Cane Corso para la caza del jabalí. En modelos más recientes les gusta que les acaricien la enorme cabeza con ambas manos para alcanzar a sentir algo del cariño suministrado.
La plática entre hermanas encontró nuevos y fértiles temas en las plantas tipo maguey que crecían de las piedras en la pared detrás de nosotros, en el recién conocido anfitrión y en el precioso barandal del viejo continente que hace eco de una población europea y de épocas más prosperas en El Triunfo.
Poco más tarde y justo después de ordenar la comida y las bebidas, los hijos decidieron ir a explorar la chimenea de Gustav. Se levantaron en su joven esplendor y se dirigieron hacia el portón, justo cuando dos chicas lo cruzaban, en sentido opuesto, entrando al lugar, una de pelo negro y la otra, castaño.
A distancia, pensé que felizmente habían coincidido con algunas compañeras o amigas y que existía una razonable esperanza de ver un fin a su creciente inconformidad y enfermiza ansia de regresar a casa pero, conforme se acercaron y luego se pasaron de largo sin voltearse a ver –ellos a ellas tal vez, ellas a ellos definitivamente no- note que ellas eran mayores que ellos e iban profundamente concentradas en una conversación decididamente complicada porque no voltearon a ver ni el portón, ni la moto, ni la pick up -quizá familiares para ellas- ni a mis hijos ni a ninguna de las mesas por donde pasaron.
Al comenzar a subir las escaleras, ya cerca de nosotros, la de pelo negro se dignó a dar un vistazo general de reconocimiento pero la otra, la más güera (de aquí en adelante “la güerita”) y con cierto parecido a mi prima Méli solo veía a su amiga y por un breve instante al barandal… “¿o que, gordito?” Preguntó mi esposa con ojos curiosos y con una certeza casi absoluta de que yo no tendría ni la más remota idea de lo que estaban hablando “Si, ¿qué opinas, cuñadito?” Agrego la otra a modo de tiro de gracia cortesía de la mafia.
Supe instantáneamente que no había posible escapatoria, ni manera de ganar el argumento. Supe también que “no es lo que parece” era una declaración tan cierta como increíble como inútil. Supe además que no tener antecedentes penales no restaría gravedad a las evidentes faltas ni haría más clementes las acusaciones ni más pronta la vuelta a la normalidad, si acaso llegaba “Sí, pero ¿Qué tal la güerita, verdad?” “Ay cuñado, ¡sí! ¿eh?”, agregó la otra…
En menos tiempo del que tardan dos desconocidas inobservadas en subir una escalera al aire libre, me quedó claro que éste asunto quedaría registrado en los archivos familiares a perpetuidad. Para colmo de males, ninguna de las dos pudo hacerme la pregunta cuando pedí que la repitieran, ni siquiera recordaron de que estaban hablando antes de interrumpir mis contemplaciones y esfumar las, de por sí, escurridizas razones de la inexistencia del lugar y sus comensales para esta güerita o de su descarado desprecio, suponiendo que sí existiéramos.
Sin embargo, la plática entre hermanas encontró en este fresco tema, ocasión y motivación para prosperar y completar varios siclos de cordial pero burlesca y tupida azotaina verbal y ni pensar en distraerme una vez más ni de éste ni de algún otro cruel tema.
La torta de cordero, que preparó personalmente Marcos, a las hierbas y con queso de cabra que sabía a roquefort, es de lo más exquisito que he probado jamás. La pizza –más italiana que mexicana- me pareció algo insípida después del fuerte sabor del queso pero los otros cuatro comensales de la mesa la encontraron “deliciosa”, “muy buena” “riquísima” y “quiero venir con todos mis amigos a comer aquí,” respectivamente.
Después de terminar de comer y mientras le daba un sorbo a la excelente e impecablemente fría cerveza, apareció la famosa güerita, ahora seguida por su amiga y comenzó a bajar las escaleras con una calma tan elegante como graciosa que, por supuesto, solo pude medio apreciar con mi vista periférica hasta que mis dos atentas vigilantes voltearon a verla justo a tiempo para atestiguar cómo ella volteaba a verme, únicamente a mí, fugaz pero decidida y profundamente. “Es definitivo, jamás será olvidado este asunto”, pensé.
En un cortísimo instante, la güerita fue capaz de decirme con su elocuente atisbo que, sin lugar a dudas, el tema de su mesa fui yo y el alto precio que pagué por verla cuando llegó. Su mirada no fue ni coqueta, ni condenatoria, ni morbosa, fue de incredulidad, de inflamada curiosidad, de cierta perplejidad y con un toque de amable empatía.
Aunque la clara e innegable dirección y obsesión de su mirada fue terreno fértil para nuevos ciclos de emotivas conversaciones entre hermanas y materia prima para burlas y perversas declaraciones condenatorias en mi contra, la mirada de la güerita me dejo claro que la complicada conversación que la atormentaba y ensimismaba fue sustituida por una rica dieta para nutrir a su incrédulo pero hambriento ego. Fue servida entusiastamente por su amiga pero con cargo a mí cuenta moral, aderezada con mi evidente desventura y quizá complementada con un rico postre y café.
Tengo la esperanza de que únicamente hayan escuchado la porción inevitablemente audible al pasar y no toda la conferencia impartida por las crueles hermanas Fernández, si tuvieron a bien sentarse arribita de nosotros…trágame tierra o cuando menos tú, Romey.
Definitivamente hoy fueron transformadas dos vidas por dos miradas. Dos egos recibieron urgentes nutrientes, el mío con el agridulce sabor de los celos, que hace mucho tiempo no me daba a probar mi querida esposa y fuertemente condimentado por mi cuñada, cuyo sazón siempre deja huella.
En fin, para mí, la torta de cordero será aún más inolvidable.
Fin
Esto sucedió y fue escrito -en legítima defensa propia, a principios del 2011, pero fue publicado -a solicitud de la mismísima Mónica Fernández aquí descrita, en la edición de invierno 2011 de la revista Nice de La Paz, Baja California Sur.